Memoria histérica

19 octubre 2007

¡Si muero,
dejad el balcón abierto!

Querí­a Federico tener la percepción extrasensorial de la vida desde su trasmundo. Era un querer seguir percibiéndola, sin prisa, sin exigencias, con la calma inerte que debe dar la muerte.

España en florHoy, en el más acá de la inexistencia, todos podemos encontrar a Federico vivo en su poesí­a; y ahí­ le gozamos. No nos hace falta que nadie desentierre su calavera y le imprima un código de barras para saber que habitó entre nosotros. Exhumarlo, ¿para qué?, ¿para revivirlo? Si fuera para eso…; si se pudiera hacer eso con él y con el resto de los restos de esa numérica -que no ideológica- media España que pereció a consecuencia de la inquina de raza, ya mismo, la otra mitad de aquella España mutilada, correrí­a a surcar la tierra con sus dedos para hacer renacer lo que en ella reposa.

Pero no puede ser. Lo que fue, fue; y lo que fue es una vergüenza que, como todas las cosas malas, conviene olvidar. Han pasado setenta años desde aquella atrocidad que es una guerra, y el tiempo -eterno aliado de la muerte- ha restañado heridas. ¿Para qué destapar la huesa del rencor a estas alturas? En el caso de Federico, ni sus familiares quieren. Como la mayorí­a de la gente. Sólo algunos insatisfechos de todo desean trapichear con las piltrafas sin saber siquiera a quién pertenecen.

El Gobierno socialista ha sacado adelante una Ley de Memoria Histórica para contentar a una parte de la izquierda, esa desarraigada y demente que no quiere otra cosa que meter bulla para que la crean viva, sin importarle si hace daño a propios o extraños. Más valdrí­a que se marchara a desenterrar en Atapuerca; seguro que allí­ tendrí­a la oportunidad de encontrarse consigo misma.

En este año que corre, de los que vivieron la guerra quedan pocos y todos los que nacieron después nos hemos esforzado por olvidar aquel desastre. Aún así­, si algunos creen que ha llegado el momento (que no entendemos por qué no lo creyeron antes) de honrar a todos los muertos que estaban silenciados, que se haga. Que pongan lápida en las casas del pueblo, monumento en las plazas, den nombre a calles y hagan lo que sea necesario para satisfacer a familiares y amigos de todos los asesinados (no de los asesinos reconocidos) de uno y otro bando, indistintamente; pero los nombres de calles, las lápidas y los monumentos ya existentes que los respeten y, sobre todo, que dejen a los muertos en paz. Es lo mejor que podemos hacer por ellos y por todos nosotros. Si acaso, a modo lorquiano, decidles: «Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!»

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