Cristal con azogue

11 agosto 2010

«Te diría al oído la palabra todo / Si descubriese de repente que sirve para algo / Y vale para lo que quisiera que me oyeras / En un profundo silencio.  / Sé bien que me estoy muriendo pero no de vejez sino de amor / Y también sé que te estoy matando pero no de juventud / sino de amor»

                                                                                                Camilo José Cela

«Como te lo cuento»

Por Carolina Azcarla

Riiiiiiiiiiinnnnnnn. Por delante estaba la misma media hora de todos los días. Treinta minutos de trepidante rutina desde alcanzar el despertador y silenciarlo hasta salir hacia el trabajo. Rito, hecho hábito ya, desde que hace unos cuantos años entró ese artefacto en mi casa para pulsar mi vida.

Pero ese rito constaba de varias partes. Hacer callar al inoportuno gallo metálico, era la primera. Luego, hummm desperezarse como un cachorrillo. Inmediatamente después, saltar de la cama para caer justo ante la ventana. Esa ventana que me absorbía siempre, como si me engullera, de tal manera que me costaba salirme del haz de luz que por ella penetraba, como si fuese un campo magnético que me retenía y no me dejaba escapar de su resplandor. En ese éxtasis, de forma inconsciente, seguía con el ritual: miraba a través de los cristales, viéndome a la vez reflejada en ellos, mientras me despojaba del pijama para ir a la ducha y veía pasar a le gente por la calle. Unos iban ligeros, otros andaban con desgana, algunos corrían para llegar a coger el autobús. Yo me desnudaba despacio, para seguir disfrutando del espectáculo: las gentes, las casas, los árboles y el movimiento de sus ramas mecidas por el viento. Observando fijamente las copas de los álamos, me daba la sensación de estar mirando por un caleidoscopio lleno de hojas blancas, verdes, que con su temblor formaban inagotables figuras y paisajes. Ensimismada con lo abstracto, me despojaba de la ropa que, al dejarla caer al suelo, descubría mi cuerpo desnudo difuminado en aquel paisaje verde blanco del fondo. Era el momento en que, como todos los días, se despertaba un extraño rubor en mí que me encendía el rostro, hasta el punto de hacerlo resaltar en el vidrio de aquel impertinente marco. Nunca fui extremadamente pudorosa, pero esa ventana conseguía acochinarme, transfigurarme en una quinceañera tímida y pusilánime. Ese era el momento de salir corriendo hacia la ducha. Los minutos habían pasado volando y todavía tenía que vestirme y desayunar. Imposible tomar una ducha tranquila tampoco hoy. Esa maldita ventana se apodera de mi existencia por instantes. Por fin salgo de casa pero, en el último momento, antes de cerrar la puerta, tengo que dirigir una mirada postrera a la ventana, cómo despidiéndome.

Ese agujero acristalado en la pared ha sido siempre como mi alma. Me miro en él y lo que veo es mi desnudez, mi realidad, mis sueños.

Ahora, muchos años después, sigo, como primera providencia, poniéndome delante de la ventana a observar cómo pasa la vida. Hoy no entra esa luz cegadora que me retenía absorta entonces; la luz que en este instante penetra es la del atardecer. Me concentro en los cristales con ansia de traspasarlos y ver más allá. Y creo ver a los árboles de antaño ahora desnudándose de ocre dejando caer paulatinamente sus hojas, ya secas y amarillentas. El no tiene pudor de desnudarse ante mi -pienso-, es más, desnudo, e hierático como quién sabe que reverdecerá, se me muestra extendiendo al infinito sus peladas ramas, como si fuera a desmembrarse, las cuales conforman, como sombras chinescas en el telón del ocaso, un cielo completamente resquebrajado. Cierro los ojos como haciendo clic para grabar en el disco duro de mi memoria tan bella estampa. Para cuando los abro, la noche ya ha azogado los cristales y me veo reflejada en ellos, como entonces. Pero ahora no veo un cuerpo joven con la cara sonrojada. Ahora, lo que veo es un cuerpo ajado del que unos delgados brazos cuelgan, como abandonados, y una cara que, cincelada por las lágrimas vertidas por tanto amor perdido, apenas permite entreabrirse a unos vidriosos ojos. Ahora, lo que veo es el cuerpo de una anciana.

Me retiro del despiadado espejo y miro hacia el reloj, el mismo de siempre, que como representación de lo inexorable sigue pulsando mi ahora debilitada existencia. Cuánta vida juntos, compañero —le digo—; cuantos años viviendo a mi costa, haciendo de mi tiempo, tu tiempo; de mi vida, tu vida. Tengo la sensación de que toda mi existencia queda reflejada en ti y en esa ventana.

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